Lo acaba de recordar la actualización de la Contabilidad Regional del Instituto Nacional de Estadística (INE) publicada hace poco: la Comunidad Valenciana se consolida como una de las comunidades autónomas de la España pobre; entre aquellas cuyo PIB por habitante es más bajo. La favorable, y tan publicitada, tasa de crecimiento en años recientes, ahora en desaceleración, no puede ocultar la realidad, por más que se intenta desde diversos frentes: el indicador más favorable del nivel de bienestar, el PIB por habitante, está anclado en las posiciones de cola de las 17 Comunidades Autónomas.
Los datos estadísticos se pueden retorcer todo lo que se quiera. Se puede, así, configurar bloques de regiones diversos para tratar de que el resultado de la comparación sea más benévolo. Pero no por ello se modifica la situación: desde hace décadas, y de modo sostenido, el nivel de PIB por habitante de los valencianos viene alejándose del de la España rica. Incluso en el más optimista de los escenarios de largo plazo con el que contamos, el elaborado recientemente por Ángel de la Fuente para BBVA Research, (Angel de la Fuente, 2018) l a Comunidad Valenciana ha quedado fuera del mísero proceso de convergencia de la renta por habitante regional que ha tenido lugar entre 1955 y 2016. Al contrario: ha divergido. Al inicio del período, estaba un diez por ciento por encima de la media española. Hoy está un quince por ciento debajo de ella. Un hecho que ha sido poco o nada destacado y que la evolución demográfica (el divisor) no explica. Textualmente: “A mediados de los cincuenta [del siglo XX], la renta per cápita valenciana era casi diez puntos superior a la media y en suave ascenso. Tras 1960, la comunidad pierde terreno hasta alcanzar la media nacional, donde se mantiene casi tres décadas y luego pierde otros diez puntos en los quince años finales del período.” (p. 32).
Calificar esta trayectoria de preocupante no es alarmismo. A la misma, por otro lado, se la puede dotar de una perspectiva de muy largo plazo gracias a la investigación sobre las desigualdades regionales en el crecimiento de la economía española desde 1860 (Daniel A. Tirado, Alfonso Díez Minguela y Julio Martínez Galarraga, 2016). Y la conclusión es igual de poco tranquilizadora. La información demuestra que la negativa evolución relativa del PIB por habitante valenciano (tanto respecto a la media española como a la aquí denominada España rica) en las últimas décadas es excepcional. En los 130 años anteriores a 1990, no ha habido ningún otro período en el cual la pérdida de posición relativa haya sido ni tan continuada ni tan intensa. A la vista de esta tendencia, iniciada hace ya cuatro décadas, no es exagerado hablar de declive de la economía valenciana, por más que éste no sea absoluto. En esos cuarenta años la renta de los valencianos ha aumentado. Pero mucho menos que la de los habitantes de otras áreas geográficas. La consecuencia es que no ha dejado de alejarse del de aquellas donde el nivel de bienestar (medido por este indicador) es mayor.
A lo anterior se suma otro hecho relevante. Al no haber sido brillante la evolución española durante esos decenios, a pesar de la burbuja inmobiliaria, se ha producido una divergencia creciente de la media española respecto a la de los países más avanzados del continente europeo. Y por tanto un alejamiento todavía mayor de la cifra valenciana. Aquí, de nuevo, si se desea ocultar la realidad, las cifras pueden agruparse de formas diversas para tratar de moderar la trascendencia de este proceso de decadencia que amenaza el nivel de bienestar alcanzado. Pero la separación es incuestionable. Para simplificar y obviar todo cálculo, se ha elegido aquí un punto de comparación, si se quiere tosco pero ilustrativo: la trayectoria de Alemania desde el inicio del siglo. Es la recogida en el gráfico siguiente. Como refleja, la distancia entre el PIB por habitante de los valencianos y el de los residentes en Alemania, como con el de la España rica (media no ponderada de Madrid, Cataluña y el País Vasco) ya apuntada, ha seguido aumentando desde el año 2000.
La causa del declive
Si el objetivo es tratar de asegurar a los hoy jóvenes valencianos que no opten por la emigración un nivel de bienestar, al menos, similar al que han disfrutado hasta ahora sus mayores, la constatación resumida en los párrafos anteriores solo puede ser el primer paso. Tras él, parece imprescindible tratar de encontrar las razones de esa tendencia declinante y, si los gestores públicos tienen como objetivo real y no meramente propagandístico modificarla, poner en práctica medidas para revertirla.
En relación con la causa, existe unanimidad entre los economistas de que el problema de base es la baja productividad y su reducida tasa de aumento anual (como ejemplo reciente Salvador Gil-Pareja, Rafael Llorca-Vivero y Andrés J. Picazo-Tadeo, 2016). La productividad es una variable fundamental, como condición necesaria aunque no suficiente, para mejorar el bienestar. Si la economía valenciana no la aumenta a un ritmo destacado, y desde 1990 hasta hoy no lo ha venido haciendo, la consolidación del país como un territorio caracterizado, todavía más, por una renta por habitante baja en términos relativos con las áreas ricas del continente europeo, se va a consolidar como una realidad permanente.
La insistencia de los economistas en su trascendencia no es una cuestión trivial aunque en ocasiones se la descalifique atribuyéndole un carácter «economicista» y en otras se pretenda descubrir qué es la productividad cuando es una de las variables mejor definidas por la ciencia económica. El aumento del producto por unidad de factor de producción (capital, trabajo o ambos), es la mejor medida de la eficiencia de una economía, por cuanto denota la capacidad de obtener más producto de los recursos disponibles. Su crecimiento supone producir más con el mismo trabajo y el mismo capital (o lo mismo con menor cantidad de factores). Sin duda para ligarla al bienestar de la población se requieren medidas de redistribución, pero es el aumento de la productividad el que hace posible elevar los salarios sin poner en riesgo la viabilidad de las empresas y reducir los precios. Y con ello, de forma indirecta, aumentar el empleo.
Aunque la competitividad de una economía, y por tanto la demanda para sus bienes y servicios, dependa de un conjunto más amplio de variables, los economistas han venido considerando la relación entre productividad y salarios (costes laborales) una de las más importantes. Y es cierto. Si la primera no crece, lo hace en escasa medida, o los salarios lo hacen en mayor proporción, los costes aumentan, los márgenes de la empresa, de los que depende la inversión futura y su propia supervivencia, se deterioran y los precios respecto a los competidores se elevan. El resultado es menor empleo y salarios más bajos. Por otro lado, difícilmente una sociedad democrática cuya economía tenga una baja productividad y escasa capacidad de generar empleo, como es hoy la valenciana, será capaz de recaudar ingresos públicos suficientes para mantener un Estado del Bienestar sólido. Y más teniendo en cuenta el proceso de envejecimiento de la población (y el aumento de la esperanza de vida).
Dentro de este contexto, lo que se suele subrayar menos es que l a competitividad no es solo una cuestión de costes salariales. Las decisiones estratégicas de la empresa, desde su organización interna a las formas de integración en los mercados, no dependen de los trabajadores. Dependen de los empresarios. Y su evolución es sistemáticamente silenciada en el análisis de la situación valenciana (y española). Este silencio aprovecha como excusa una aproximación frecuente en los trabajos de medición de la productividad. Como la del trabajo es la menos compleja de calcular, es ésta la que con mayor frecuencia se mide.
Esta forma de realizar el cálculo, facilita difundir entre el conjunto de la sociedad una falacia, no siempre desinteresada, la cual puede expresarse de la forma siguiente: si la productividad del trabajo es baja y la baja productividad es el principal problema de la economía, es el trabajo, y por asimilación la ineficiencia de los trabajadores, la causa de la situación. Ello es sencillamente falso. Cuando se calcula también la productividad del capital y la resultante de combinar capital y trabajo (la denominada productividad total de los factores) los resultados no avalan esa conclusión tan poco matizada.
Lo anterior no implica negar lo evidente: en la economía valenciana la productividad del trabajo es baja y ello es parte de la explicación de su declive. Pero no deja de sorprender que casi siempre se eluda la relevancia de la gestión empresarial como elemento central de la productividad cuando tiene un papel equivalente, como ya he citado en alguna ocasión recogiendo la metáfora de Chad Syverson, al del director de una hipotética orquesta formada por trabajo, capital e inputs intermedios. Un mal director, como una deficiente gestión empresarial, es el que transforma una sinfonía en una cacofonía por elevada que sea la calidad de la orquesta. Así pues, la baja productividad de la economía valenciana remite en última instancia a la modestia de la cualificación empresarial con la que contamos.
A pesar de lo que se acaba de indicar, pocas veces hasta ahora se ha considerado necesario bucear entre los motivos de una oferta tan limitada de talento empresarial, o capital intelectual, ni, menos todavía, en los obstáculos que impiden su aumento o explican una debilidad de las empresas tan elevada –aspecto éste último mostrado por el informe del IVIE para la Asociación Valenciana de Empresarios (AVE, 2015)- mientras las cualificaciones de la población valenciana están en sus máximos históricos. Cuando se ha abordado el problema, se han obviado aspectos decisivos como la distribución sectorial de las empresas, la estructura de mercado de los sectores de alto valor añadido o las interferencias en la eficiencia agregada resultado de la activa y continua actuación de los grupos de presión. Estos elementos clave desaparecen en los análisis para concentrar la atención en dos pilares. Por un lado, la educación y necesidad de aumentar la inversión en ella. Este es un elemento importante, pero con derivaciones menos obvias de lo que pueda parecer. En aras de la brevedad este aspecto va a quedar fuera de este comentario. Pero cabe apuntar que demasiado a menudo se parte del supuesto implícito de la inexistencia de movilidad de la mano de obra, como si el capital humano no pudiera importarse como todo indica que vienen haciendo las grandes empresas tecnológicas globales radicadas en Silicon Valley. O exportarse como parece estar haciendo la sociedad valenciana. Y por otro, y sobre todo, el reducido tamaño por número de trabajadores de la inmensa mayoría de las empresas como la causa principal del declive, que se aborda en los párrafos siguientes.
El tamaño [de empresa] no lo es todo
Es evidente que el tamaño liliputiense de las empresas valencianas (buena parte de las cuales no tienen asalariados) es parte del problema. Pero la diferencia con otras áreas geográficas de mayor PIB por habitante no es tan elevada. Lo cual hace dudar de que éste sea, sin más, el núcleo central del mismo. Más que repetir aquí las reflexiones suscitadas por la comparación homogénea entre España y Alemania (véase Jordi Palafox, 2016, pp. 197 y ss.) tal vez sea útil mostrar la magnitud de las diferencias porcentuales entre el País Vasco y la Comunidad Valenciana. Es el contenido del siguiente cuadro. E interrogarse a partir de ellas si su magnitud es suficiente para concluir que el tamaño (por número de trabajadores) de la empresa es la causa fundamental por la cual el PIB por habitante de los valencianos está a un 50% del de los vascos. Las diferencias porcentuales del cuadro permiten, al menos, apuntar a que la potencia explicativa de este argumento, tan reiterado por algunos gestores públicos hasta convertirlo en mantra, es más modesta de lo que pretenden.
Por otro lado, integrar el tamaño liliputiense de las empresas en la explicación del bajo nivel de renta de los valencianos, lo que hace es despejar hacia adelante el interrogante. Primero, al ignorar los sectores en los que se localizan, lo cual es un variable clave de la productividad agregada. Nunca será la misma la de una economía dominada por microempresas de las ramas de la metalurgia o de programación, consultoría y otras actividades relacionadas con la informática que la de un economía alternativa en donde la actividad dominante sean los servicios de alojamiento o el comercio al por menor de productos alimenticios bebidas y tabacos (por atenerse a la clasificación CNAE 2009).Y segundo, al desplazar la pregunta a contestar a por qué el tamaño de las empresas es tan reducido.
La pregunta es, pues, si esta diferencia de tamaño respecto a otras economías con menos dificultades que la valenciana para mejorar la productividad y crear empleo de salarios medios o elevados, es suficiente para atribuirle, tras un proceso de globalización y una revolución tecnológica que lo ha cambiado casi todo, la responsabilidad principal del declive. Recuérdese que, como se acaba de indicar, según la estimación del INE, en 2017 el PIB por habitante del País Vasco es un 50% (49.6%) superior al de la Comunidad Valenciana.
La tesis que se intenta plantear aquí es que la causa de la baja productividad valenciana, y de ahí el bajo nivel de renta por habitante, no es tanto el tamaño de las empresas, que también, sino las actividades que éstas desarrollan; esto es, los sectores en donde se localizan. Las conclusiones de un concluyente estudio (Enrique Moral-Benito, 2018) demostrando para España que las empresas son pequeñas porque tienen baja productividad, no que su baja productividad sea resultado de que sean pequeñas, puede ampliarse para la Comunidad Valenciana defendiendo que las empresas tienen baja productividad y por tanto son pequeñas en gran medida por localizarse mayoritariamente en sectores cuya característica central es ser de baja productividad. El corolario de esa especialización no puede ser otro que bajos salarios. No es casualidad, por tanto, que aún con la deflación salarial general desde 2008, su mediana sea, desde hace decenios, inferior a la española y esté alejada de aquellas áreas en donde la estructura sectorial de la actividad es diferente. En el último año disponible la mediana de los salarios en la Comunidad de Madrid, por ejemplo, es un 17% más elevada que en la Comunidad Valenciana.
Todo apunta a que estamos ante la confirmación del dicho clásico según el cual se cosecha lo que se siembra. Si, como se viene haciendo desde hace décadas, se fomenta desde las políticas públicas a sectores de baja productividad como son la hostelería (con salarios medios inferiores en un 40% a la media), el turismo o el comercio de proximidad, no puede sorprender que el resultado sea el que es. A este respecto, cabe esperar que la pronta publicación de la sugestiva investigación diferenciando entre estructura productiva y modelo de crecimiento (Antonio F. Cubel, Mª José. Murgi y Ramón Ruiz-Tamarit, 2018) suscite un debate imprescindible hoy entre nosotros acerca de las consecuencias de la sesgada orientación de las políticas públicas.
Con ello, sería posible argumentar con rigor acerca de las nefastas implicaciones que puede estar teniendo la combinación entre la revolución tecnológica asociada a la globalización y las políticas económicas de la Generalidad Valenciana aferradas al conservadurismo de defender casi en exclusiva lo que existe (grandes infraestructuras, manufactura tradicional, construcción, turismo y hostelería) y olvidando, o si se prefiere situando en un plano muy secundario, el fomentar que se desarrolle también entre nosotros, aquellas actividades que son el futuro (los servicios del terciario avanzado). A quienes les parezca exagerada la anterior afirmación pueden, como ejemplo de los muchos existentes, comparar dos informaciones recientes de prensa: el presupuesto necesario para promocionar el turismo de la Comunidad en 20 ferias nacionales y 24 internacionales a lo largo de 2019 y el asignado para proyectos empresariales que contribuyan a la transformación del modelo económico.
Y las causas de la causa del declive
Por otro lado, la insistencia tan habitual entre los economistas acerca de la necesidad de modificar el modelo productivo para revertir la trayectoria descrita hasta aquí, permite retomar el eufemismo más utilizado para explicar lo que viene sucediendo con la trayectoria de la economía valenciana: su especialización productiva. La cual es considerada, al menos de manera implícita, consecuencia “natural” del funcionamiento de mercados competitivos. Ello es equivalente a considerar que la preponderancia de actividades, sea en la industria o los servicios, de modesta productividad tanto porque su actividad requiere empleos de baja cualificación como por las lagunas en la capacidad empresarial, es la consecuencia de una interacción libre de interferencias entre la oferta y la demanda a partir de una dotación de recursos dada.
Ello, de nuevo, es falso. En ese diagnóstico se ignora la presencia de intervenciones institucionales bien en forma de comportamientos clientelares bien de posiciones de dominio. Lo cual, a su vez, permite soslayar que en la economía valenciana funcionan con notable eficacia los grupos de presión (y las posiciones de dominio de algunas empresas). Por supuesto para defender sus intereses que no son otros que la permanencia de ese modelo de crecimiento de baja productividad que los ha llevado, y los mantiene, en su posición privilegiada. Las consecuencias negativas de su éxito para la mejora del bienestar general vienen a sumarse, además, a las provenientes de los triunfos de los lobbies presentes en el conjunto de España cuya capacidad de influir sobre las decisiones públicas ha demostrado Carlos Sebastián (Carlos Sebastián, 2016).
Lo cual remite a dos aspectos suplementarios que en la práctica han recibido muy poca atención desde mediados de 2015. Por un lado, la calidad de las instituciones de la gobernanza valenciana. Por otro, el avance en la transparencia en relación con la actuación de los grupos de presión existentes. Sobre el primero de ellos, a la reciente publicación del informe sobre los costes económicos del déficit de calidad institucional, además de la corrupción, en España (F. Alcalá Agulló y F. Jiménez Sánchez, 2018) no le ha seguido ninguna iniciativa para analizar cuál es el coste de las deficiencias de gobernanza entre nosotros y qué medidas son necesarias para corregirlas. Parecería como si en este terreno la Comunidad Valenciana fuera un oasis dentro del contexto español, cuando en su pasado reciente ha sido referencia de todo lo contrario. O como si el cambio de gestores públicos a finales de junio de 2015 hubiera corregido por sí solo todas las rémoras acumuladas desde julio de 1995. Pero ni la rendición de cuentas, ni la efectividad gubernamental, ni la calidad regulatoria, o el respeto a ley y los contratos mejoran automáticamente tras un cambio político.
Y sobre el segundo aspecto mencionado, la transparencia en la actuación de los grupos de presión que operan en torno a la administración autonómica, poco se ha conseguido desde el cambio de sus gestores. Hoy, como ayer, seguimos sin saber nada de sus fuentes de financiación. Tampoco se ha conseguido hacer realidad la inscripción de la inmensa mayoría como tales en el registro de la Comisión Nacional de los mercados y la Competencia (CNMC). En el terreno autonómico, la actual legislatura no sido tiempo suficiente para poner en marcha el registro previsto en la Ley reguladora de la actividad de lobby en el ámbito de la Generalitat y de su sector público instrumental. La iniciativa tuvo su origen en julio de 2016. Pero todavía a comienzos de 2019 sigue en fase de proyecto de ley.
Volviendo a la especialización sectorial de la economía. Ni ésta ni la tendencia negativa del PIB por habitante en términos relativos descrita que es su principal resultado, son fruto de la casualidad. En las investigaciones sobre los accidentes aéreos siempre se afirma que nunca tienen una única causa. Tampoco el escaso aumento de la productividad que resulta en este declive de la economía valenciana puede ser explicado en términos unicausales. Pero en la consolidación de una estructura productiva con fuerte predominio de sectores de baja productividad, habría que analizar la trascendencia desempeñada, al menos, por dos elementos habitualmente poco considerados. Por un lado, las políticas públicas puestas en práctica. Y por otro lado, la escasa vinculación de la inmensa mayoría de las empresas valencianas con las nuevas formas de producir surgidas con el avance de la globalización. Una deficiente adaptación que, al menos en parte, puede considerarse un efecto de esas políticas puesto que en ellas se fijan los incentivos y desincentivos a la actuación de los agentes privados.
Además, la valoración a realizar de las políticas seguidas hasta hoy, es inseparable de su incapacidad –cuando no desinterés- para articular un marco de incentivos, normativos tanto como presupuestarios, con el objetivo de orientar la inversión privada hacia actividades capaces de generar un mayor aumento de la productividad. La infrafinanciación no puede ser una excusa. La ordenación de prioridades con los disponibles es lo relevante. Ya se ha indicado que el liliputiense tamaño de la empresa valenciana es un obstáculo. Pero como se ha tratado de mostrar también lo es i) en qué sectores se localiza su creación y/o funcionamiento, y con ellos la del empleo, ii) explicar por qué la mayoría son de baja productividad, iii) a qué obstáculos institucionales para desarrollarse hacen frente las iniciativas empresariales en los sectores de mayor productividad y iv) la fuerte tasa de mortalidad de las iniciativas empresariales.
Las consecuencias negativas de la pasividad frente a los privilegios y las posiciones de dominio de mercado o de las deficiencias de producción y cumplimiento de disposiciones legales por la propia administración son difíciles de exagerar. Por muchos motivos como ponen de relieve para el conjunto de España los estudio de Sebastián y Alcalá y Jiménez mencionados. Pero además de ellos, por cuanto su funcionamiento desincentiva la entrada de emprendedores en el mercado al elevar las barreras a la entrada. Sin embargo, la ampliación del número de emprendedores que pasen a ser empresarios es imprescindible para elevar la eficiencia. La diferencia entre los empresarios existentes y los necesarios para poder superar las dificultades es otro aspecto también muy poco destacado.
Hoy, como ayer, los intereses y peticiones de las organizaciones y lobbies empresariales se siguen identificando con el interés general. En la situación valenciana actual, sin embargo, es menos cierto que nunca el tan repetido argumento según el cual lo que es bueno para los intereses de los miembros, y a quienes representan, de las organizaciones empresariales más influyentes (algunas de las cuales con un modestísimo número de empresarios por más que sean los más poderosos) es bueno para el país. A la vista está a qué ha llevado para el conjunto de los valencianos la eficacia de su actuación en tanto que grupos de presión.
En esa equiparación entre los empresarios necesarios para hacer frente con éxito a los retos para aumentar el PIB por habitante y los existentes, se ignora que las agrupaciones de empresarios pueden, como límite máximo, llegar a representar los intereses de quienes ya están presentes en el mercado. En el valenciano, repleto de insuficiencias como se ha tratado de argumentar hasta aquí. Al margen de que no debiera ignorarse que, como sabemos desde Adam Smith, el final inevitable de cualquier reunión de éstos es conspirar contra el público o maquinar para elevar los precios. Por tanto, es ingenuo esperar que entre los objetivos de estos grupos de presión se incluya el aumento de la oferta de empresarios. Los nuevos serían sus competidores lo cual es contrario a sus intereses.
En síntesis, estamos, también entre nosotros, ante la urgencia de reescribir las reglas del funcionamiento de las interacciones entre los grupos de intereses y el poder político sobre las cuales el Nobel Stiglitz ha aportado sugestivas intuiciones en relación con la trascendencia de que éste asegure la igualdad de oportunidades entre emprendedores (Joseph Stiglitz, 2016). Por tanto, si se pretende afrontar las causas del declive del PIB por habitante de la Comunidad Valenciana y no sólo tratar de poner remedio a sus consecuencias a través de una Generalitat asistencial, habrá que vencer, al menos, dos obstáculos. De un lado, la pleitesía de la administración autonómica hacia las presiones de esos grupos de presión. De otro, los sueños de una economía valenciana autárquica, capaz de progresar aislada de las tendencias dominantes en el mercado global. Una quimera que, con otras denominaciones, sigue asentada en los despachos de quienes articulan aspectos clave de la actual política económica de la Generalitat.
Lo que está en juego en esa reformulación de las reglas es enderezar la tendencia decreciente del bienestar de la mayoría de los valencianos. Debe tenerse claro que su amplitud, si la divergencia respecto a las áreas geográficas ricas sigue aumentando, nunca podrá ser contrapesada mediante políticas sociales. Resulta por ello urgente, que de una situación como la actual centrada en paliar las consecuencias sociales del declive, se pase a otra en la cual en la agenda de la acción pública sea tan prioritario como lo anterior poner en práctica medidas para evitar las causas que hacen necesarias políticas sociales de tal intensidad.
Se trataría, al fin y al cabo, de que no quede solo en palabras ese nuevo contrato social propuesto por el President de la Generalitat en su último mensaje de fin de año en donde vinculaba la creación de empleo con la igualdad de oportunidades. Porque si a algo se oponen los grupos de presión que hoy operan con éxito en la sociedad valenciana es a que todos los emprendedores puedan consolidarse como empresarios y a que los empresarios de todos los sectores alcancen el mismo trato que ellos disfrutan. De no concretarse ese anuncio, como también apuntaba Ximo Puig, puede llegar a ponerse en peligro la propia democracia, tercer pilar del compromiso social propuesto. Porque hoy es un riesgo cierto que la exasperación de una parte creciente de los ciudadanos, a quienes se les viene pidiendo una paciencia infinita hasta ver mejorar su situación, acabe decantándose por el populismo. Es lo que ha ocurrido en otras sociedades con una densidad democrática muy superior a la valenciana, inmersas actualmente en una polarización social y un autoritarismo en las formas de gobernar impensables hace solo unos pocos años.
Referencias
Asociación Valenciana de Empresarios, (2015), Caminos para mejorar la competitividad de las empresas valencianas , Valencia.
Francisco Alcalá Agulló y Fernando Jiménez Sánchez, (2018), Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España, Madrid, Fundación BBVA.
Antonio F. Cubel-Montesinos, María José Murgui-García i J. Ramón Ruiz-Tamarit, (2018), L’endarreriment econòmic valencià, III Workshop d’Economia Valenciana, octubre.
Ángel de la Fuente, (2018) “La dinámica territorial de la renta en España, 1955-2016: Una primera aproximación” en BBVA Research, Situación Comunitat Valenciana – Segundo semestre, pp. 27-34.
Salvador Gil- Pareja, Rafael Llorca Vivero y Andrés J. Picazo Tadeo, (2016), “Crecimiento y productividad en la economía valenciana”, Papeles de economía española, nº 148, 2016, pp. 202-215.
Enrique Moral-Benito, (2018). “Growing by learning: firm-level evidence on the size-productivity nexus,” SERIEs: Journal of the Spanish Economic Association, Springer;Spanish Economic Association, vol. 9(1), pp. 65-90, marzo.
Jordi Palafox, (2017), Cuatro vientos en contra. El porvenir de la economía española, Barcelona, Pasado & Presente.
Carlos Sebastián, (2016), España estancada. Por qué somos poco eficientes, Madrid, Galaxia Gutemberg.
Joseph Stiglitz, (2016), Rewriting the Rules of the American Economy, Nueva York, W.W. Norton.
Daniel A. Tirado, Alfonso Díez-Minguela y Julio Martinez-Galarraga, (2016), “Regional inequality and economic development in Spain, 1860-2010”, J ournal of Historical Geography, pp. 87-98