La Comunidad Valenciana (CV) forma parte de las comunidades autónomas (CCAA) con menor renta por habitante. Solo cinco de las diecisiete están por detrás. No es un hecho reciente ni puntual. Se inició hace más de cuarenta años. Hasta entonces, por más de una centuria el indicador estuvo situado por encima de la media. Desde 1990 la divergencia, con la media, con la Comunidad de Madrid (CAM) o con las regiones avanzadas del resto de Europa, no ha dejado de aumentar.
Por el contrario, la CAM ocupa el primer lugar ayudada por los beneficios de su capitalidad ejercida sin tregua. Pero su posición es inseparable de las consecuencias de la última ola de innovaciones tecnológicas. Durante ella, la actividad económica se ha concentrado (todavía más) en grandes centros de actividad (hubs) amplificando el tamaño, y el atractivo para los trabajadores cualificados, de algunas grandes ciudades. En Europa, Londres y Paris o en parte Milán, pero también Madrid.
Observado desde la periferia, en España hoy pervive el centralismo, coronado por el madrileñismo político de Ortega, ese que convierte, aun sin malicia escribía él en 1928, la política de Madrid en la política nacional. Aun con ello, cabe poner límites al aserto de Mesonero Romanos de la ciudad como fábrica de funcionarios. Madrid, es capital desde 1561 y como todas se beneficia de ello.
Sin embargo, cuando, según el INE, su ratio entre empleo público y privado es inferior al de la Comunidad Valenciana (y a la media) y la ciudad concentra, entre otros indicadores, a más de uno de cada cuatro empleos en STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) es una simplificación convertir el efecto capitalidad en el cajón de sastre de explicación de todo. El mapa del talento de España, sintetiza bien el porqué de su posición. La CV, por el contrario, tiene porcentajes de empleo en STEM o en High Tech sobre el total por debajo de la media e inferiores a la mitad de los de la CAM. Y la ciudad de Valencia, cuyo centralismo sobre el resto de la CV poco se menciona, no ha conseguido sumarse al éxito de otras ciudades intermedias del continente en la atracción de talento (Múnich, Rotterdam, Cracovia, Gotemburgo, Lyon, Manchester, …).
La Comunidad Valenciana tiene porcentajes de empleo STEM y High Tech por debajo de la media
Así pues, la -según su himno- marcha triunfal de la región que trabaja y lucha para ofrendar nuevas glorias a España no incluye el bienestar. Y menos todavía en la provincia de Alicante, “la millor terra del món” (la mejor tierra del mundo), como se repite desde 1841, y de donde provienen gran parte de los actuales gobernantes de la Generalitat Valenciana con su presidente, Carlos Mazón, a la cabeza. Su renta por habitante apenas supera la mitad de la de la CAM. Y desde hace más de veinte años no ha dejado de perder posiciones. En 2000 ocupaba el puesto 28 entre las 50 provincias. Hoy se sitúa en el 40 con un valor inferior, por ejemplo, al de Ceuta y similar al de Melilla (INE Contabilidad Regional serie 2000-2020).
Las causas del declive
A la hora de explicar este declive, los economistas insistimos en la baja productividad -del trabajo, del capital y de la combinación de ambos- origen también de unos salarios medios un 22% inferiores (37% en el caso de Alicante en las cifras de la AEAT) a los madrileños. Pero su raíz última se ha analizado menos. Sí sabemos bien qué no hacenla inmensa mayoría de los empresarios valencianos. Como su bajo nivel de inversión o de interés por la economía del conocimiento y, en general, por los activos intangibles. Pero se ha indagado poco en por qué no hacen aquello que los economistas consideramos imprescindible para elevarla y así frenar esta creciente divergencia.
Una explicación rigurosa de lo anterior incorporará, sin duda los animal spirits, esos comportamientos irracionales que mencionara Keynes. Pero también, y con mayor peso, su adaptación plenamente racional -en tanto que maximizadora- al marco institucional, entendido como el conjunto de reglas del juego en el cual tiene lugar su actuación. Una adaptación guiada por el papel acomodaticio de las políticas públicas (no solo la presupuestaria) a los intereses de los grupos de interés de las actividades de bajo valor añadido. Sobre todo, desde el inicio del proceso de desindustrialización a fines del siglo XX. Una transformación que continua hoy y es responsable, por ejemplo, de que desde 2000 la provincia de Alicante haya reducido a la mitad el peso de la manufactura en su PIB, hoy solo el 7,5% (frente al 29% en Castellón y el 14% en Valencia) (INE, Contabilidad Regional, serie 2000-2020).
Porque desde la pérdida de la ventaja competitiva de los sectores manufactureros (con excepción parcial de la cerámica) provocada por la Globalización, el grueso de las políticas públicas ha dado la espalda al fomento de la economía del conocimiento. Por el contrario, con facilidades y ayudas de todo tipo, la Generalitat Valenciana, las diputaciones y los ayuntamientos ávidos por aumentar la recaudación del IBI y de tasas diversas, han promovido e invertido en el uso ¡y abuso! de los activos medioambientales, fomentando un aumento sin límite de los visitantes. Un turismo masificado cuya escasa competitividad, según parece, no puede resistir una tasa turística como sí existe en Bulgaria o en las repúblicas caribeñas.
Simplificación de las soluciones
Todo ello en un contexto dominado por dos grandes lastres estrictamente valencianos. Por un lado, la negación, próxima al escapismo colectivo, de cualquier responsabilidad autóctona en el declive, cuando no su misma negación. Por otro, una inmensa y continua exageración de algunas iniciativas, publicitadas a modo de bálsamo de Fierabrás, para contrarrestarlo. En la sociedad valenciana actual la simplificación es el mensaje.
En unas ocasiones en la forma de una gran infraestructura, ahora el Corredor Mediterráneo y la ampliación del puerto de Valencia, como solución de todos los problemas. En otras atribuyendo estos a la competencia fiscal de Madrid o a la insultante infrafinanciación, que obliga a un mayor endeudamiento para poder prestar los mismos servicios que en otras comunidades.
El grueso de políticas públicas ha dado la espalda al fomento de la economía del conocimiento
Pero siempre obviando qué se está haciendo mal dentro de la CV. Soslayando siempre, en el primer caso, cualquier posible efecto negativo o coste de oportunidad de esas grandes infraestructuras y, en el segundo, el modesto peso de las bonificaciones fiscales de la CAM en los ingresos no financieros totales de las CCAA (3,15% en 2017). O que el efecto capitalidad de Madrid no afecta en exclusiva a los valencianos sin que dentro de las comunidades de régimen común (todas menos País Vasco y Navarra) se aprecie correlación entre su financiación por habitante y su nivel de desarrollo económico.
Como hace siglos constatara el arbitrista González de Cellorigo ante la decadencia castellana, también hoy se podría escribir sobre la Comunidad Valenciana: “A este modo ha venido nuestra república, al extremo de ricos y de pobres, sin haber medio que los acompase (…) Porque los que pueden no quieren, y los que quieren no pueden; y así está el campo sin labrar, las artes sin seguir, los oficios sin ejercitar y muchas cosas que son necesarias para el bien público por comenzar”.
O lo que es lo mismo, el desafío de los valencianos es conseguir representantes públicos capaces de modificar las reglas del juego estableciendo otros incentivos a la actuación empresarial, y que dejen de considerar siempre a otros como responsables del declive. En ello nos va evitar lo que hoy parece inexorable: nuestra pertenencia a la España pobre y por tanto a la Europa marginal.
*Jordi Palafox, catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universitat de València hasta su jubilación anticipada en 2014.
Advirtió John Stuat Mill en su reflexión ‘Sobre la libertad1que “la fatal tendencia a dejar de pensar sobre una cosa cuando ya no hay duda sobre ella, es la causa de la mitad de los errores”. Puede ser oportuno recordarlo en relación con la unanimidad alcanzada por las [supuestas] ventajas que tendrá la entrada en funcionamiento del corredor mediterráneo. En especial, si hay que creer a sus valedores, para la economía valenciana pero también para el resto de las autonomías por las que discurre. Incluso hacerlo en este comienzo de año dominado por la ola de Ómicron. Las fuerzas económicas determinantes para nuestro bienestar futuro siguen su curso por debajo de la actualidad más inmediata.
De entrada, cabe interrogarse acerca de cómo ha alcanzado la unanimidad esa alabanza sin matices. Claro que no debe descartarse que sea una percepción errónea derivada de confundir opinión pública con opinión publicada. Y más, en un contexto en el que la credibilidad de los medios de comunicación2 es, en España y siendo optimista, discreta. En todo caso, resulta imposible encontrar en ellos una información que plantee dudas, por mínimas que sean, acerca de los [supuestos] enormes y automáticos beneficios de su entrada en funcionamiento.
Beneficios sin fin para todos sin excepción si debemos creer a sus más apasionados defensores; de Algeciras a Portbou y cualquiera que sea nuestra posición dentro de la economía. Todo es poco para glosar la importancia de los efectos que tendrá una costosísima infraestructura ferroviaria, entre 60.000 y 75.000 millones de euros en las estimaciones más prudentes. La cual, se repite una y otra vez, será el motor del crecimiento futuro del territorio por el que circulará, incorporando finalmente al progreso a economías como la de la Comunidad Valenciana. Cabe entender, pues, que le permitirá a ésta abandonar el furgón de cola entre las Comunidades Autónomas en PIB por habitante en donde está desde ya hace un tercio de siglo.
El interrogante es si la prioridad concedida a las grandes infraestructuras en España es lo más eficiente
De entrada también debe descartarse, por falaz, el argumento de que plantear dudas acerca de los efectos que se vienen asegurando una vez funcione esta infraestructura suponga defender que estaríamos mejor sin ella, o sin la red de autovías o del AVE. Es evidente que no. El interrogante a plantear no es ese. Es si en un marco de recursos públicos siempre escasos, la prioridad concedida a la construcción de las grandes infraestructuras en España, viene siendo lo más eficiente. Esto es, si las alternativas -mucho menos costosas y muy evidentes en el caso del AVE como ha demostrado la AIReF3 – no hubieran sido una opción más favorable para impulsar el crecimiento y con él, el bienestar.
En tal caso hubiera sido posible dedicar, o al menos exigir, una parte de los recursos gastados en ellas a la mejora de la competitividad de las empresas a través del fomento de la innovación y del capital humano (de trabajadores y empresarios). Los grupos de presión siempre protestan por la lentitud de las obras, pero la obsesión con los corredores ferroviarios en España trae a la memoria la reflexión de José de Espronceda planteada en El Español hace ya casi dos siglos. En su opinión, “generalmente, se han equivocado los efectos con las causas y se ha visto pensar en hacer caminos de hierro antes de tener los frutos que acarrear por ellos”.4
Y conviene igualmente evitar identificar las objeciones a esos supuestamente indiscutibles efectos del corredor mediterráneo con ningún tipo de defensa del proteccionismo. Como si de no existir la infraestructura, la competencia del resto del continente, o del mundo, fuera a desaparecer. Me refiero al afán protector que ha vuelto a resurgir con motivo de los desabastecimientos, bastantes de ellos interesadamente exagerados, provocados por la pandemia. El fomento de la competitividad, a través de la innovación y la mejora del capital humano, es la única vía para avanzar. Como afirmara Paul Krugman: “La productividad no lo es todo en economía, pero lo es casi todo”.5
Como afirma Krugman:“La productividad no lo es todo en economía, pero lo es casi todo”.
Lo que está en juego con esa obstinación de presentar al corredor como la solución a todos los problemas, ignorando la modesta competitividad española, es no olvidar en ningún momento que los trazados ferroviarios tienen un doble sentido del tráfico y no solo uno como puede parecer al escuchar esas supuestas incalculables ventajas. En otras palabras, si este va a servir para que España aumente la exportación al resto de Europa de productos agrarios -y de los entrados desde Asia por los megapuertos de Algeciras y València-, y en el otro sentido de la circulación, va a aumentar, en mucha mayor proporción, la importación de bienes de alto valor añadido desde el resto del continente. Por poner un ejemplo, vehículos eléctricos ahora que los vientos parecen apuntar a la localización del grueso de su fabricación fuera de España.
¿Está vez será diferente?
No está de más recordar que muchas veces antes en la historia se han vaticinado beneficios si no iguales sí similares respecto a grandes infraestructuras de transporte sin que, nunca, las promesas se hayan hecho realidad. En la Comunidad Valenciana las ocasiones han sido numerosas, pero no se trata de una excepción. En la recopilación del despilfarro en España vinculado a infraestructuras realizada hace un par de años6, este se cifró en 82.526 millones sólo entre 1995 y 2016.
Volviendo a la Comunidad Valenciana. Una de las primeras iniciativas fue en 1845 cuando un pionero grupo de ingenuos creyentes en que la infraestructura más rentable entre dos mercados es siempre aquella que los une mediante una línea recta, y arriesgando al menos su dinero, fundaron la ‘Madrid and Valencia Railway Company’.7
Trataban de unir ambas ciudades por Cuenca en la primera de las muchas iniciativas, prolongadas durante el primer tercio del siglo XX, de las, entonces denominadas, fuerzas vivas de la ciudad de València para construir “el directo a Madrid”. Ninguna culminó con éxito ante la falta de rentabilidad del proyecto que entonces exigía financiación privada.
No hay que olvidar en ningún momento que los trazados ferroviarios tienen doble sentido de tráfico
Pero hay también ejemplos mucho más recientes. No hace tanto, se repetían hasta la saciedad los beneficios sin fin del AVE dentro de la campaña del lobby constructor, con la inestimable ayuda de muchos presidentes autonómicos y el acuerdo de los sucesivos gobiernos centrales, para convertir a España en el país del mundo con mayor número de kms. de alta velocidad (más de 250 kms. hora) por millón de habitantes. Eso sí, frente aquella reiteración de tantas proyecciones desorbitadas, hoy domina un silencio sepulcral respecto a la realidad: una intensidad de tráfico que es un tercio de la francesa y la mitad de la alemana.
En el caso del Madrid València, el estudio de evaluación del AVE citado muestra que la demanda de tráfico ha sido casi un 40% inferior a la de la proyección menos exagerada y menos de la mitad de la del estudio con el que se estimó su rentabilidad en 2002. El coste de oportunidad de los recursos públicos utilizados; la mejora de la actividad productiva, o de las líneas de cercanías, que se podía haber impulsado con esos miles de millones, (55.800 según la AIReF) nunca ha importado. Ni a los grupos cuyo negocio es la construcción de la infraestructura, ni a quienes clamaban y siguen clamando por estas obras faraónicas en una letanía continua con el “esta vez será diferente”.
Tampoco es necesario recordar el fiasco de otros grandes proyectos ajenos a las infraestructuras. Por ejemplo la IV Planta Siderúrgica, motor de “la industrialización de la región valenciana que, definitivamente, va a desencadenar” (su instalación en Sagunto”.8 Un proyecto, igualmente basado en estimaciones del gran capitán9en este caso de Villar Mir como presidente de AHV (Altos Hornos de Vizcaya). El mismo que siendo vicepresidente de Asuntos económicos y ministro de Hacienda con Arias Navarro, quiso innovar frente al resto del mundo en la crisis del petróleo de 1973 evitando repercutir internamente los nuevos precios de la energía. Con lo cual hundió a España en una recesión más grave y mucho más prolongada.
A la vista está, no hace falta insistir, el grado de cumplimiento de cualquiera de esas grandes promesas dormidas hoy en las hemerotecas. Tampoco es que haya habido ningún interés en preguntarles a los que siguen entre nosotros de quienes las hicieron qué explica la abismal distancia entre sus exageradas previsiones y la realidad. ¿Por qué, por ejemplo, no preguntar a qué se ha debido el incumplimiento de los rotundos vaticinios respecto al AVE Madrid València, a quien aseguraba taxativamente que con el mismo València “mejorará muchísimo, el retorno de esa inversión se multiplicará rapidísimamente y ese esplendor lo van a ver miles y miles de ciudadanos”?10
El proceder de los representantes públicos frente a tantas posibles preguntas, para nuestra desgracia, ha sido el contrario. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, frente a la miríada de interrogantes sobre qué podría haberse impulsado con los miles de millones despilfarrados o frente, al menos, el desarrollo de un mínimo de pedagogía para tratar de evitar los mismos errores en el futuro, la actual Generalitat ha otorgado al promotor valenciano más locuaz de estas grandes infraestructuras la Distinción al Mérito Empresarial y Social el pasado 9 de Octubre, día de la Comunidad.
Infraestructuras y progreso
La paradoja anterior no es irrelevante, pero lo fundamental para el bienestar es que en el caso de las dos grandes infraestructuras inmediatamente anteriores al corredor (la Autovía A3 Madrid València y el AVE entre ambas ciudades) no es posible descartar que una y otra hayan contribuido al declive de la economía valenciana. En este caso favoreciendo, como ha ocurrido en otros países, la capacidad de drenar capital humano (y de cualquier tipo) por parte de la macrourbe madrileña, aumentando con ello la distancia en cualquier indicador económico por habitante entre ambas ciudades. Una divergencia en renta por habitante de la Comunidad Valenciana respecto a la media española, y más todavía respecto a la Comunidad de Madrid, iniciada a comienzos de la última década del siglo pasado.11 Disparidad que prosigue en la actualidad según constata la Contabilidad Regional del INE (Instituto Nacional de Estadística) de 2020 publicada hace bien poco.
Las razones de esta fe en las infraestructuras como motor del crecimiento y el bienestar superan el ámbito de la economía. Es obvio, en cualquier caso, que esa credulidad va mucho más allá de la fascinación generalizada por el ferrocarril impulsado por una máquina de vapor surgida en el mismo momento en que en 1830 entró en funcionamiento el primer trazado uniendo Manchester y Liverpool. Llegar a comprender con rigor esta creencia requerirá, sin duda, profundizar en el papel de los mitos, en tanto que ideas compartidas sin elaborar que conforman la concepción del mundo de una sociedad independientemente de la tozuda realidad.
Porque, como afirmara J. F. Kennedy, de la mano de Schlesinger Jr., matizando implícitamente el atractivo de la mentira en política sobre el que reflexionó Hannah Arendt: “Muy a menudo, el gran enemigo de la verdad no es la mentira, deliberada, artificiosa y deshonesta, sino el mito, persistente, persuasivo y poco realista. (…) Sometemos todos los hechos a un conjunto prefabricado de interpretaciones. Disfrutamos de la comodidad de la opinión sin la incomodidad de la reflexión”.12
Pero mientras se llega a explicar esa credulidad, podemos recordar, además de las ocasiones mencionadas en las que se han despilfarrado miles de millones, la existencia de abundante evidencia histórica cuestionando las supuestas incontrovertibles ventajas de infraestructuras como el corredor mediterráneo. El resultado de un bueno puñado de investigaciones contradice la ilusión de que en cualquier circunstancia y por sí sola la mejora de la infraestructura de transporte haya beneficiado por igual a todas las economías conectadas.
Comercio: la elegancia de las ilusiones frente a la dura realidad
Esta ilusión puramente axiomática sería similar a una versión instintiva y emocional de una de las construcciones más elegantes y atractivas pero no por ello realista, de la ciencia económica: la teoría del comercio internacional basado en la ventaja comparativa. Una construcción cuyas predicciones empiezan a fallar, como sintetizara Paul Samuelson 13, en el mismo momento en que se comienzan a relajar sus muchos supuestos simplificadores, empezando por considerar sólo dos países, dos productos y el trabajo (de igual productividad todo él) como único factor de producción.
Como se les ha venido explicando a los estudiantes de Introducción a la economía durante décadas, según esta teoría aunque uno de los dos países sea menos competitivo en ambos productos (utilice más trabajo en la obtención de cada unidad), y por lo tanto no tenga ventaja absoluta, le resulta beneficioso comerciar con el país más competitivo porque siempre habrá uno de los dos productos en que éste lo sea menos. No solo: le convendrá especializarse en ese bien en el que tiene ventaja relativa dedicando todo el trabajo disponible a producirlo, mientras el país más competitivo se especializa en el otro bien, aunque cuente con ventaja absoluta en ambos.
Obvio el relato de las vicisitudes de la difusión de esta teoría dominante en la percepción del comercio internacional tras 1945. Pero no deja de ser reseñable un “pequeño” olvido de sus defensores. Siempre obviaron explicar por qué Estados Unidos fue, desde su independencia en 1776 hasta el inicio de la II Guerra Mundial, una de las economías más proteccionistas del mundo. Esto es, hasta su consolidación como primera potencia Estados Unidos se opuso en todo momento a practicar esa especialización supuestamente tan beneficiosa para todos.
En cualquier caso, la acumulación de evidencia contraria a las predicciones de la teoría no quebró su aceptación general. No lo hizo constatar la importancia del comercio intraindustrial (los países comercian con los mismos bienes, por ejemplo automóviles) ni tampoco la mayor capacidad explicativa de la realidad de otras aproximaciones como las gravitacionales. Pero sí lo consiguió Paul Krugman, entre otros economistas menos conocidos, durante la década final del siglo XX al retomar y desarrollar el concepto de economías de escala elaborado cien años antes por Alfred Marshall.
El éxito inicial del Nobel de Economía en 2008, como él mismo reconoció, no fue otro que formalizar matemáticamente las ideas del economista londinense. En relación con la argumentación de este texto, lo relevante de su aportación es que el comercio entre dos países (o dos mercados) de competitividad (productividad) diferente suele beneficiar a aquel en donde ésta es superior. Tanto más, si, como suele suceder al coincidir con las economías más avanzadas, empezó antes a producir el bien. Y ello aunque el de menor competitividad tenga ventaja comparativa.
En síntesis, y sin matices, la razón estriba en que el coste por unidad producida se reduce a medida que aumenta la cantidad (su representación gráfica tiene pendiente negativa). Y, por tanto, al estar ya presente en el mercado el país más avanzado podrá vender a menores precios a los que podría empezar a vender el país (región o empresa) con costes (para la cantidad total vendida) menores. Por tanto, aunque para la cantidad total vendida el país nuevo podría llegar a ofertar menor precio, la presencia de economías de escala le impide empezar a producir y entrar en el mercado.
Sólo si desde la primera unidad el precio del segundo país es más bajo que el de mercado podrá competir, lo cual no es lo frecuente. Alternativamente, las economías de escala (en ausencia de barreras protectoras) tenderán a eliminar a aquella producción menos competitiva cuando el comercio con el más avanzado se intensifique. No parece necesario apuntar que las economías de escala no son exclusivas de la producción. Pueden existir igualmente en las restantes actividades, marketing, distribución, etc.
La industria textil española se concentró en Cataluña tras la aparición del ferrocarril en el XIX
Ferrocarril y divergencia regional
Una rotunda constatación de que las cosas no son tan sencillas como machaconamente se argumenta es la desaparición de la industria textil tradicional en España durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando a partir de 1855 se construyó el grueso de la red ferroviaria. Una actividad, entonces la más importante del sector secundario, que antes de esa fecha se encontraba dispersa por el conjunto del territorio. En 1900, por el contrario, además de haber arrinconado el algodón a la lana, la industria estaba concentrada en Cataluña.
¿Por qué? Pues porque, como ha puesto de relieve un notable esfuerzo investigador14, entraron en funcionamiento las economías de aglomeración (un tipo de economías de escala) al concentrarse un gran número de empresas en sus distritos industriales y haber alcanzado una productividad mayor que en el resto del país (excepto algunos islotes). De esta forma, con la construcción del ferrocarril, al reducir los costes de transporte y fomentar los intercambios, el producto catalán, más competitivo, se impuso al de la dispersa industria tradicional.
La consecuencia más importante de estas economías de aglomeración fue un aumento espectacular de las diferencias regionales en PIB por habitante, a favor de la más competitiva, aun creciendo el conjunto de la economía. En 1860, por ejemplo, el PIB por habitante de Cataluña estaba 14 puntos por debajo del de Andalucía. En 1900, lo duplicaba, (975.5 pesetas per cápita frente a 457.6) cuando además, en términos por habitante, el de esta segunda era incluso inferior al de 1860.15
Según el consenso de los investigadores, la expansión industrial de Cataluña con el desarrollo de estas economías de aglomeración explica este proceso de divergencia. Pero parece difícil, si no imposible, separarla de la construcción de la red ferroviaria. Es, por tanto, evidente que no todas las áreas en que se intensificó el comercio gracias a ella, obtuvieron las mismas ventajas.
En España, la expansión de la red ferroviaria en el XIX tendió a beneficiar a la región industrializada
El ejemplo anterior es el más próximo y contundente pero en modo alguno es una excepción. Si de encontrar una se trata, aun siendo parcial, hay que acudir al ejemplo de Suecia. En ese país,16 la puesta en funcionamiento de la red ferroviaria sí estimuló inicialmente a las zonas interconectadas frente a las que no lo fueron. Pero ello ya no sucedió a lo largo del siglo XX, en una clara demostración de que Espronceda no estaba equivocado en su percepción. Pero, al margen de caso sueco, hay un buen número de investigaciones que ofrecen resultados coincidentes a los resumidos sobre España. Aunque al diferir sus objetivos, y sus técnicas de contraste, se deba ser cauto para no entrar en el mismo terreno que los vendedores de humo autóctonos sobre el corredor.
De entre ellas, merece destacarse una también muy reciente.17 Su interés especial reside en que la hipótesis de partida de sus autores fue que la intensificación de la red ferroviaria entre 1870 y 1910 en la periferia europea sí había favorecido la aproximación de las rentas por habitante con el centro avanzado. Pero no fue así. Aun constatando un impacto positivo del ferrocarril en el crecimiento del PIB per cápita en todo el continente, éste fue significativamente mayor en los países de la periferia norte (que, podría añadirse, tenían una cualificación educativa de la población mucho mayor). De esta forma “La expansión de la red ferroviaria en [la periferia sur] no pudo homogeneizar la difusión del desarrollo económico y tendió a beneficiar aún más a las regiones que ya estaban industrializadas” (p.263).
Esta vez no será diferente
En economía no hay atajos. El logro de mayores cotas de bienestar esuna tarea sin descanso, tenaz y prolongada en el tiempo, para mejorar la productividad del trabajo, incluido el empresarial, y del capital, incluyendo el natural. Ante una realidad tan ardua y plagada de dificultades, sería ingenuo esperar de los dirigentes públicos la valentía de advertir a los ciudadanos de que para lograrlo sólo cabe, “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” aunque sea la actual una situación menos dramática que en la que lo proclamó Winston Churchill 18.
Pero se está demostrado que también es una ingenuidad esperar de su parte una mayor resistencia a amparar los intereses de los grupos de presión vinculados a la construcción de grandes infraestructuras y la logística, esos sí, sin duda, grandes beneficiarios del corredor. Y, como contrapartida, confiar en un esfuerzo mucho mayor para ayudar a dejar atrás los mitos, dedicando infinita más pedagogía a ello, y muchos más recursos para fomentar el aumento de la modesta productividad de la inmensa mayoría de las empresas españolas, en especial en el territorio por el que transcurre el corredor. Al fin y al cabo, el futuro pertenece a quienes se preparan para él desde hoy. En nuestro caso, dado el retraso acumulado, hubiera sido mucho mejor haber empezado desde, al menos, ayer.
*Jordi Palafox. Catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de València hasta su jubilación en 2014.
Bibliografía citada
Stuart Mill, J., (1869), On Liberty, Londres, The Walter Scott Publishing Co., Ltd., Cap. II, p.80.
José de Espronceda, (1836) “El Gobierno y la Bolsa“, El Español, 7 de marzo
La afirmación exacta de Paul Krugman, fue “La productividad no lo es todo, pero a largo plazo lo es casi todo. La capacidad de un país para mejorar su nivel de vida a lo largo del tiempo depende casi por completo de su capacidad para aumentar su producción por trabajador. Paul Krugman, (1990), The Age of Diminished Expectations, U.S. Economic Policy in the 1990s, Cambridge, Mass., MIT Press, p.11.
Juan Romero González, coord, (2019), Geografía del despilfarro en España., València, PUV.
Díaz Morlan et all, (2008) “¿Proyecto faraónico o chivo expiatorio? La IV Planta Siderúrgica Integral de Sagunto (1966-1977)”, Investigaciones de Historia Económica,
Tirado-Fabregat, D., Díez-Minguela, A. y Martínez-Galarraga, J., (2016), “Regional inequality and economic development in Spain, 1860–2010, Journal of Historical Geography, Vol 54, Octubre 2016, pp. 87-98
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Una ilusión domina hoy a numerosos actores económicos españoles y valencianos: que la catastrófica situación creada por la covid 19 entierre, o al menos modere, la globalización. En este año pasado, sus proclamas no han tenido intenciones poéticas como sí sucediera hace un siglo cuando la pretensión de aislarse de la economía mundial también estuvo presente. Pero sus planteamientos no son diferentes a los de aquellos grupos que se impusieron al interés general perpetuando el atraso, aunque hayan faltado pareados del tipo «¿Compras un producto al extranjero? ¡Quitas trabajo a un compañero!»u otros de similar calidad como «¿El peor mal de los males? ¡Rehusar los productos nacionales!».
Durante el último año ha ido variando el vestuario, pero el argumento ha estado siempre centrado en las escaseces provocadas por la pandemia. Éstas, se ha argumentado, han puesto de manifiesto los riesgos de depender de economías lejanas. Lo cual hace imprescindible reconfigurar las cadenas de valor (CVG) haciéndolas más próximas, locales, cediendo eficiencia en favor de la seguridad de abastecimiento. Conclusión: las CVG, columna vertebral de las ganancias en eficiencia con la globalización, habrían recibido un golpe de muerte abriendo nuevas posibilidades a la fabricación autóctona.
A cualquier historiador de la economía el argumento le recordará los utilizados en el siglo XIX por quienes, controlando los mercados locales, se oponían al avance de la articulación de un mercado único nacional. Sin embargo, a pesar de su endeblez, en estos meses pasados ha alcanzado un notable eco. Lo cual evoca la reflexión de Hanna Arendt para quien «Las mentiras resultan a menudo mucho más verosímiles, más atractivas para la razón que la realidad, porque quien miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera escuchar (…) mientras que la realidad tiene la desconcertante costumbre de enfrentarnos con lo inesperado».
La incómoda verdad De hecho, nadie se ha preguntado si de haber existido fabricación autóctona antes de la pandemia, por ejemplo de mascarillas en la Vall d’Albaida, se habría evitado la escasez provocada por el cisne negro de la Covid con el inesperado y espectacular aumento de su demanda (y precio). Solo desde la ignorancia, la respuesta puede ser afirmativa. No hay ejemplo en la Historia en que un alza de la demanda, o el colapso de la actividad por los confinamientos, como los que tuvieron lugar en el segundo trimestre de 2020, no hayan provocado escaseces y estrangulamientos. Los efectos negativos de esta situación se pueden suavizar pero si el objetivo es la eficiencia en el uso de los recursos públicos , no debe hacerse con subvenciones a empresas no competitivas que, más pronto que tarde, al no alcanzar economías de escala -como empresa o como cluster– acabarán formando parte del ejército de zombies.
Quizá es también ese desconcierto ante lo inesperado de la realidad constatado por Arendt el que ayuda a explicar la confusión entre ilusiones y oportunidades fácticas. Pero por grandes que sean algunos de los árboles de la recesión no debieran ocultarnos el bosque. Según las últimas cifras de UNCTAD [Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo], esta crisis, la más grave de los dos últimos siglos en términos de caída del PIB, ha implicado una reducción del comercio mundial durante 2020 que apenas llega a la cuarta parte de la de 2009, cuando la Gran Recesión (5,6% frente a 22%). Y, en el mismo sentido, es ilustrativo que según la base de datos TIVA elaborada por la OMC[Organización Mundial del Comercio], en la mayor parte de las economías avanzadas la dependencia de las CVG ha aumentado entre 2005 y 2015, a pesar de haber sido enterradas tantas veces tras la crisis financiera.
No hay, por tanto, ni hundimiento del comercio mundial ni hay, excepto casos puntuales, anecdóticos para algunos autores, síntomas de debilitamiento de las cadenas globales. Esas que, diversificando el abastecimiento de los componentes de un producto por todo el planeta, unen a los más competitivos -a igual calidad y precio- y representan hoy la mayor parte del comercio internacional. Esas que junto a la revolución tecnológica han permitido, aún con la Gran Recesión, un crecimiento económico sostenido sin inflación desde los años ochenta del siglo pasado. Un sensible aumento del bienestar en el planeta del que España, y la Comunidad Valenciana, se han beneficiado poco. Pero porque aquí, una vez desaparecida la ilusión de llegar a ricos sin esfuerzo durante la burbuja del ladrillo, lo que quedó al descubierto fueron todas las debilidades de un crecimiento basado en la depredación del capital natural, en sectores muy maduros y en el intento de competir con bajos salarios.
Lo escrito hasta aquí no supone defender un librecambismo ingenuo como si el capitalismo desregulado consolidado desde la revolución conservadora fuera el mejor de los mundos posibles. Mucho se ha escrito sobre sus ganadores y perdedores desde aquel primer impulso a la globalización con Clinton. El aumento de la desigualdad en la mayor parte de los países es una buena síntesis. Un rasgo que corre el riesgo de aumentar con la probable recuperación asimétrica de la Covid, de imposible corrección sólo mediante políticas asistenciales como se viene defendiendo con intensidad creciente en España (y en la Comunitat Valenciana).
Tampoco la pandemia va a dejar inalterada la organización económica global. Las grandes consultoras internacionales, o algunos economistas, (tipo Piergiuseppe Fortunato de UNCTAD), convencidos de tener la bola de cristal para predecir el futuro, ya se han adelantado a profetizar cuáles serán los cambios próximos en las CVG. El problema es que en el pasado estos ejercicios de predicción han tenido un cumplimiento escaso, próximo a cero. Y que vaticinios sin apoyo factual tienen el mismo rigor que sus opuestos. Por el contrario, los ejercicios de contrastación disponibles, como el de Shingal y Agarwal, no avalan un retorno de las cadenas de suministros locales. Sí, en todo caso, una difusión de la estrategia ‘China +1’ ligada al deseo de diversificar proveedores en otros países de bajo coste de producción sean asiáticos, del continente americano (México) o del este del europeo (Hungría, Polonia y R. Checa).
Y ello, por cuanto como reflexionaba George Yip, catedrático emérito de la Business School del Imperial College, pensar en el retorno al abastecimiento desde lo próximo es ignorar la enorme presión de los accionistas de las empresas sobre sus ejecutivos para obtener beneficios a corto plazo. No solo. También de los propios ciudadanos. Porque aunque en teoría aseguren estar en contra de la dependencia de mercados lejanos, sus decisiones de compra demuestran cada día lo contrario. Sea comprando en Walmart, la primera cadena de almacenes en Estados Unidos, aprovisionada entre un 70 % y un 80% por firmas chinas u oponiéndose, como en Francia, a que el precio del paracetamol, que Macron quiere fabricado 100% en Francia para 2023, sea todavía más caro que hoy, en que en farmacia multiplica por 8 su precio en España. Por todo ello, a la hora de impulsar la recuperación sería necesario tener presente la vigencia de la constatación de Leonard Cohen en Beautiful Losers de que la realidad es una de las posibilidades que no nos podemos permitir ignorar.
Simon Sinek, autor de How great leaders inspire action, un video de TED visto por más de 25 millones de personas, compara las fusiones de empresas con los matrimonios. Como él señala: “Si no te casas con alguien por sus ‘eficiencias operativas’ para la gestión de un hogar, ¿por qué combinar por ese motivo dos empresas con culturas e identidades propias?”.
Es un interrogante sin duda forzado pero oportuno al abordar la reciente decisión de unir Bankia con CaixaBank. Una operación presentada como una fusión cuando se trata de una absorción de la primera por la segunda. Una metonimia nada inocente, ya utilizada hasta la saciedad cuando Caja Madrid absorbió otras siete cajas de ahorro, entre ellas Bancaixa, para negar lo evidente: que una ganaba y las otras perdían.
Ya se comprobó en aquel proceso —sobre todo lo comprobaron los integrantes de los equipos centrales de las siete entidades absorbidas y las economías en donde residían—, que de integración y demás rasgos en teoría asociados a una fusión empresarial no había nada. Caja Madrid absorbió a las demás, cooptó algún político ambicioso, desmanteló la práctica totalidad de sus equipos humanos, repartió —en la primera etapa— algunos cargos de consolación en los órganos de administración, y presumió de ser, con la nueva denominación, el tercer grupo financiero de España.
Ocho años después, asistimos al segundo acto de la misma obra. Aunque algunos de los personajes han cambiado, el guion es exactamente el mismo. Sinergias, reducción de costes, tamaño y una larga lista de supuestos rasgos favorables saludan a la operación comandada, se escribe, por José Ignacio Goirigolzarri máximo gestor de la caja absorbida. Hoy, como entonces, todo son factores positivos, en un contexto sectorial nada favorable. ¿La causa? Una y única: la permanencia de unos tipos de interés en mínimos históricos e, implícitamente, el impacto de la crisis de la covid-19 todavía pendiente de concretar en los resultados.Foto: EFE/LUCA PIERGIOVANNI
En el limbo del olvido, voluntario o no, la incapacidad de los gestores del banco público para adelantarse durante los ocho últimos años a los acontecimientos y establecer una estructura de costes, y una ampliación de las líneas de negocio, acordes con el contexto surgido tras la crisis de 2008. Porque los bajos tipos de interés no lo son todo. La crisis tampoco. En tal caso, todas las entidades estarían igual. Los nuevos competidores virtuales, mucho más ágiles, surgidos de la desregulación o la limitada adaptación tecnológica de Bankia, como otras insuficiencias, también tienen su papel. Y no de actores secundarios.
¿Por qué se produce la absorción ahora? Si la privatización de Bankia, acordada por el PP en 2012 para realizarse antes de diciembre de 2017 ha sufrido dos retrasos que la han desplazado desde esa fecha hasta el mismo mes de 2021, ¿qué impide un tercero cuando la presencia pública, reducida, va a mantenerse y las condiciones del mercado son peores que en el pasado? Si el motivo aducido hasta ahora, como se ha indicado siempre único y siempre el mismo, para retrasar la operación ha sido su baja cotización, ¿qué sentido tiene hacerla cuando ésta se encuentra en mínimos? Y todo para una privatización parcial.
Como sucede con los accidentes aéreos, las explicaciones unicausales nunca explican nada. Sin duda, la pérdida de valor en Bolsa de la entidad ha sido, y es, un desincentivo para acometer la operación. Pero el impacto en la cotización de Bankia de los bajos tipos de interés y de la crisis ha sido superior al de, por ejemplo, CaixaBank. Lo cual, de nuevo, remite al incumplimiento de Bankia de las previsiones de su propio plan de negocio anticipando el impacto en las cuentas de la revolución financiera en marcha desde hace décadas. Que los actuales gestores recibieron una caja con problemas es innegable. De ahí los 22.424 millones que recibió la iniciativa de crear Bankia. Que han venido incumpliendo sus propias previsiones, también.
No acaban ahí las sorpresas. Al margen de otras cuestiones no menos inverosímiles, como complementariedades que provocan sonrojo, se viene repitiendo que Goirigolzarri será el presidente de la entidad resultante. Por supuesto, sin concretar sus atribuciones. Pero ya tenemos experiencia en España de que en las absorciones casi nada, y casi nunca, es como se publicita. Si el mando de la nueva entidad acabara en manos del banquero especializado en reducciones de costes, sería la primera vez que los gestores de la entidad absorbente renuncian a su poder en una operación de estas características. Nada es imposible hoy en el sector bancario español, y menos cuando el impacto de la covid-19 en las cuentas está por hacerse público. Pero es muy improbable que sea así.Foto: ROBER SOLSONA/EP
Por tanto, nos encontramos ante una decisión política de privatizar parcialmente Bankia, fomentada sin rubor ni discreción desde el BCE, a cambio de no se sabe qué ventajas para CaixaBank, seguras las fiscales y mucho más inciertas las operativas. Lo cual, dada la favorable legislación a corto plazo aflorará millones de casi de debajo de las piedras. Es lo que tiene contar con el favor de quienes elaboran y aprueban las normas. A cambio, conllevará una reducción brutal del empleo, sobre todo en la entidad absorbida, y un aumento sustancial del oligopolio bancario, ya elevado en buena parte de la geografía española.
Aunque sea en un papel mudo, la economía valenciana va a sufrir los efectos de estas dos últimas consecuencias. Mucho más la primera, con la reducción de la red y, por tanto, del empleo, que la segunda. En ausencia de acuerdos, un número escaso de competidores augura pero no asegura poder de mercado a cada uno de ellos. A lo más que los valencianos podemos aspirar en esta segunda versión de la obra es a que se pacten unas condiciones favorables para los despedidos, aunque ello tendrá costes elevados para las ya deterioradas cuentas públicas.
Y, sobre todo algunos pueden aspirar a mantener las apariencias de gozar de alguna significación en el panorama financiero tratando de conservar la sede social de la nueva entidad. Algo irrelevante, como recordaba Javier Alfonso aquí hace poco, y saben muy bien los castellonenses que durante decenios tuvieron en su ciudad la sede de Bancaja mientras los efectos positivos de su actividad financiera se concentraban en València.
Es la herencia natural de la saga de tropelías cometidas por unos, pero aceptadas con un silencio mortal, cuando no con aplausos, por otros. Un triunfo más de la revolución conservadora. Esa que, como destaca el catedrático y exdecano de la escuela de negocios Saïd Business School de la Universidad de Oxford Colin Mayer en su ignorado en España Prosperity: Better Business Makes the Greater Good, ha convencido a casi todos de que la función exclusiva de las empresas es aumentar sus beneficios y su valor en Bolsa. O si se prefiere, conseguir esas eficiencias operativas de las que habla Sinek.